Fotografía
“Nadie sabe que soy intersex”. Es el mensaje escrito en la camiseta que Álex (nombre con el que desea aparecer aquí) dobla junto a su cama. La lleva siempre que puede, aunque admite que le gustaría tener alguna otra diferente. Pero esta le vale, esta le gusta. Quiere salir con ella en las fotos ahora que puede. Dos raquetas de tenis descansan en las paredes de su casa y demuestran, desde que entras en su piso, su pasión. No practica este deporte de forma profesional, tan solo amateur, con un club deportivo LGTBI+. No obstante, este no es un club cualquiera. De hecho, si no hubiera entrado en él, es posible que ahora mismo Álex todavía no supiera la verdad sobre su vida.
Fue un golpe de casualidad, incluso del destino, conocer allí a Andrea (nombre modificado por petición de la fuente), endocrinóloga conocedora de la comunidad intersex. Se hicieron amigas y con el paso del tiempo, Álex le contó lo que había sufrido de pequeña. Algo en Laura reaccionó: “¿Sabes que me estás contando que has vivido una experiencia intersex?”. No tenía ni idea de lo que le hablaba su amiga. Fue entonces, a los 40 años, cuando pudo ponerle nombre y rostro a todo lo que había sufrido.
Álex nació al otro lado del océano hace 43 años y su llegada al mundo no estuvo exenta de dificultades. Le adjudicaron el género masculino, pero su tío, quien era médico, no veía clara dicha asignación. A los 15 días entra en quirófano por una “hernia”, según comunican a sus progenitores. Cuando “corrigen lo que había” —su genitalidad ambigua—, deciden que efectivamente el género masculino no es el más correcto para ella. A partir de ahí se inicia un proceso judicial para cambiar su género en el DNI, el género que han conseguido “reafirmar y cambiar con cirugía”. La pequeña comienza un camino de constantes análisis y tratamientos médicos. En primer lugar, llega el cariotipo y le diagnostican con síndrome de Turner.

Poco tiempo después, cuando tenía tres o cuatro años, volvió a pasar por quirófano y a marcar su cuerpo con otra cicatriz más. Su tía estuvo presente en la cirugía como instrumentista y recuerda el motivo de la operación: “Había una indefinición de las gónadas, entonces las extirparon. Existía una razón médica, pero también otra parte estética muy importante en la decisión de realizar la cirugía”, admite Álex.

Fue capaz de leer su informe médico con detalle hace tan solo dos años. En él se hacía referencia a unas fotografías suyas que jamás había visto. Cuando viajó a su cuidad de nacimiento (no nombrada por petición de la fuente) en noviembre del año pasado, le preguntó a su madre por estas imágenes. Ella le aseguró que no las tenía. Álex pasó el viaje con su padre y un día, mientras veía fotos suyas de pequeña, la pareja de su padre se acercó a ella y le confesó: “Un día tu papá, de espaldas, me dijo: ‘En esa caja hay unas diapositivas que son de Alejandra’. Por si las quieres buscar”.
“Me tiré dos horas revisando la puta caja, mirando los negativos y las encontré, las fotos que hace aquí referencia”. —recuerda señalando el informe y cubriéndose la boca con la mano, todavía recordando su sorpresa— “En aquel momento no pude verlas porque eran negativos de 110. No sabía qué me podía encontrar y escanearlas no era fácil. No lo pude hacer hasta que volví a España”. Ella le enseñó a su padre lo que había encontrado. Él le dijo que se podía llevar las fotografías y siguió comiendo. Sin siquiera mirarla.
Una vez en España, Álex se encontró con su pareja y, juntas, vieron las fotografías. “Eran fotos mías de bebé antes de la operación, de pie, en la cama, me sujetaban sin ropa”, describe. Se veía lo que le había contado su tía, que su vulva era más abultada de lo “normal” y que tenía un clítoris bastante más grande de lo “normativo”. Nada tenía sentido para ella. Ni la asignación de género masculino “ni tanto drama”.
Estuvo tomando hormonas de crecimiento —entre otras— y yendo a médicos constantemente. A los 14 años tuvo que pasar por otras dos cirugías debido a la reacción de un tejido que se consideró cancerígeno. Durante la adolescencia no le resultó extraño que no le bajara la regla. Al final, siempre había ido al médico por las cirugías tempranas y la hormonación. Pero en lugar de ayudarle a aceptarse, su madre le explicaba cómo debía comportarse y qué debía decir a sus amigas cuando hablaban sobre la menstruación. “Mantener la puta apariencia”, era lo que le mandaban. Ella se negaba a mentir, así que solo callaba. Esa crianza, y ese rechazo, consiguieron que Álex no llegara a expresarse con sinceridad ni siquiera consigo misma hasta 2015, cuando aceptó su lesbianismo. Crecer con el estigma hizo que no se diera oportunidades de mantener relaciones sexuales de adolescente, sobre todo porque nunca antes se planteó estar con alguna mujer.
A pesar de que sus padres conocen esta parte cada vez más activista de Álex, su relación con ellos nunca ha sido sencilla, y sigue sin serlo. Ella viajó a su país de origen este noviembre sin esperar una disculpa, aunque sí quería que le dijeran que “podrían haberlo hecho mejor”. “Solo les pedía hablar, pero siempre se ponen excusas”, reconoce. Gracias a la terapia sabe que las heridas no se reparan allí en donde se hicieron: “Hacer eventos, el activismo, si aporta algo hablar aquí contigo… Eso es sanar heridas”.
El estigma nunca ha dejado de acompañar a Álex en su vida, pero ahora puede admitir que esa apariencia y esa imagen que tanto intentó mantener de pequeña le dan igual. No le importa lo que puedan pensar y dice abiertamente quién es. “La clave es normalizar, naturalizar, hablar… La familia es muy importante, hay que educarlos y que desde las salas de los hospitales se abrace el contacto con asociaciones”, reclama. Es una petición suya, de la niña de las fotos, y también de aquellas que perdieron su agencia desde pequeñas, de las que todavía no se han recuperado y de las que van asomando la cabeza poco a poco.
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